Domingo helado

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El azul tan inocente del cielo en la ventana no engaña. Se sabe todo el frío que hace porque el asfalto se ha vuelto blanco, aunque no es un blanco de escarcha, sino como de tiza. El frío en la calle no tiene remedio por mucho que uno se abrigue: la camiseta debajo de la camisa, el bufandón de lana tapando la boca, el gorro de piel con orejeras forrado por dentro, el chaquetón, los guantes. El aliento humedece los hilos de lana como cuando nos abrigaban mucho de niños al salir de noche del calor de las casas. La cuchilla de hielo del frío atraviesa la ropa y llega a los pulmones. El frío es una presión dolorosa en las sienes y en los huesos del cráneo. El viento ha volcado los cestos metálicos de basura de las esquinas y levanta bolsas de plástico que giran en el aire como globos desastrados y se quedan enganchadas en las ramas de los árboles, tiesas por el frío. La nieve vieja y sucia de las aceras tiene una fealdad de piedra pómez. Por la acera del oeste el sol mañanero da algo de consuelo cuando cesa el viento. En la del oeste la sombra gélida de los edificios muy altos forma un túnel por el que la gente avanza mostrando apenas los ojos entre gorros y bufandas. No había ni mendigos por Broadway. Voy a la orilla del río y la corriente es un glaciar de bloques despedazados que suben con el empuje de la marea alta. En cuanto el sol se pone el viento arrecia y se afila y se forman rápidas estrellas de hielo en los charcos. En el atardecer el asfalto blanco tiene una fosforescencia de llanura ártica. Para caldearme el ánimo he escuchado en la radio canciones de Harold Arlen y he cocinado unas lentejas.